“En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo”.
Cortázar, Grafitti (1980, p.107).
Llegar a Berlín y encontrar los restos de la guerra. No se trata sólo de aquellos que recuerdan a la Segunda Guerra Mundial, como el Monumento del Holocausto, esa concatenación de módulos que hacen palpar la soledad al que camina entre los estrechos pasadizos que los separan, y cuyo gris imperturbable bien sabe borrar la vista de todo horizonte posible. O ese bunker que ya no está, pero cuya ausencia sigue tan presente. No se trata sólo de esa “guerra caliente” que cobró millones de vidas, sino de la Guerra Fría que dividió a Alemania y la hizo el terreno para la confrontación entre dos grandes bandos: los aliados occidentales y la Unión Soviética. Así, una pregunta me interpela con cada desplazamiento: “aquí, ¿es el lado oriental u occidental?” Desde lo alto de la Torre de Televisión logro percibir el bosquejo de dos arquitecturas, la de enormes bloques prefabricados, simétricos, propios del realismo socialista, en contraste con las restauradas edificaciones antiguas que se mezclan con obras de vanguardia en la Berlín capitalista. Pero, por sobre todo, los restos del Muro de Berlín y sus puntos de control, que trazaron la escisión de una ciudad y una población.
¿Cómo tratar los restos de la guerra, más allá de la estricta prohibición de la ideología neonazi que existe actualmente en Alemania?, ¿más allá del cotidiano recordatorio de la responsabilidad del pueblo alemán en los horrores de la Segunda Guerra Mundial, plasmado en sus calles?, ¿más allá de la historia que repiten incansablemente los guías turísticos y del comercio de supuestos pedacitos del Muro, degradado a souvenir?
Una historia de dos
Un año antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, los países aliados comenzaron a preguntarse por el destino de la Alemania derrotada. Algo era claro: había que impedir que se constituyera nuevamente en un peligro, en una nación con el poder tanto económico-militar como político-ideológico para desencadenar otra guerra. Como menciona Garzón en su texto El Muro de Berlín, “…la decisión era claramente por una Alemania desarmada, ocupada militarmente, controlada por las potencias aliadas…pero conservando su unidad como un todo”[1]. A pesar de este aparente ánimo de preservar la integridad de la nación alemana, el país fue dividido en cuatro zonas de ocupación, una para cada potencia vencedora. Igual suerte le tocó a Berlín, que aun cuando se encontraba en el espacio asignado a la Unión Soviética, se regía por un “estatuto especial” que reproducía en su territorio la sectorización que delimitó al país en su conjunto. Sin embargo, una vez que el enemigo común fue vencido, que se creyó “superada” la historia de los dos en guerra -el Tercer Reich contra los países aliados- las diferencias ideológicas y las ambiciones de poder entre los aliados mismos dieron origen a una nueva pugna, echando por tierra la “unidad” pautada desde el marco simbólico que establecían los acuerdos. Así, rápidamente retornó la confrontación imaginaria entre dos: por un lado, las democracias occidentales (Gran Bretaña, Francia pero especialmente Estados Unidos), asentadas en lo que sería la República Federal Alemana; por el otro, el régimen comunista de la Unión Soviética, en la futura República Democrática Alemana. Lo que se llamó la Guerra Fría, “…por no haber confrontación bélica directa, pero con el telón de una amenaza atómica al fondo” [2], duró cuarenta y cinco años.
Las alambradas de púas, primera versión de lo que sería un muro que “evolucionaría” con el paso del tiempo, tomó por sorpresa a la ciudad de Berlín la madrugada del 13 de agosto de 1961. Sólo el lapsus de un alto funcionario de la RDA pudo haber alertado a la población, si se le hubiese dado el valor de una auténtica negación freudiana: un mes antes, al responder a la pregunta de un periodista sobre unas obras de refuerzo en torno a la puerta de Brandemburgo, declaró intempestivamente que “¡Nadie tiene la intención de construir un muro!”. Veintiocho años y tres meses después de este día, también en el contexto de una rueda de prensa, un equívoco delató el debilitamiento de la RDA y dio pie a un estallido que marcaría el inicio de su derrumbe, y con él el fin de la Guerra Fría. Pero en esos años en los que Berlín estuvo a la sombra del Muro, se cometieron todo tipo de atrocidades, con el principal objetivo de impedir la fuga de los alemanes de la RDA hacia la RFA. Un sistema de control sobre los cuerpos depurado al extremo, sobre su tránsito entre uno y otro lado, que motivó la separación de familias y la pérdida de fuentes de ingresos, pero que tuvo su expresión más infame en el asesinato de los que pretendían cruzarlo, víctimas de los disparos desde las torres de vigilancia o de la compleja estructura represiva denominada la “franja de la muerte”. Allí, entre las dos paredes de hormigón armado de entre 3,5 y 5 metros de altura que formaban el Muro en su versión más acabada, se instaló una valla electrificada conectada a alarmas, trampas antitanques, alfombras metálicas con puntas de acero, un camino de patrullaje con guardias y perros de caza, entre otros sangrientos obstáculos.
En este contexto de tensión política, Thierry Noir, un joven francés de 24 años, llega a Berlín occidental en 1982.
Un Uno más allá de la historia
Dice Francis Ratier: “A la guerra le hace falta un cuerpo singular para que su furor resuene y se escriba” [3]. Esta perspectiva, la del psicoanálisis de la última enseñanza de Lacan, empuja necesariamente a ir más allá de la consideración del inconsciente como historia, en tanto determinado por la represión y su retorno. Este viraje orienta a la consideración del trauma como aquella marca de goce que trasciende a la historia porque la antecede excluyéndose de ella, a la consideración del inconsciente, por esto mismo, como real.
Noir es reconocido como el primero en pintar sobre el Muro de Berlín. Para él, el Muro era como “un monstruo sangriento, un viejo cocodrilo que de vez en cuando se levanta, se come a alguien y vuelve a dormirse” [4]. Lo que nombra como “una especie de atracción física” [5] lo llevó, luego de su llegada a Berlín occidental, a buscar casa a pocos metros del Muro; allí encontró una atmósfera que lo sumergió en una “… vida mixta de dificultades melancólicas y varios infinitos” [6] expresión que nombra lo sintomático en sus dos vertientes: tropiezo e invención. Él lo expresa así: “…la impresión de vivir en el fin del mundo está en el aire. No es posible describirlo con palabras. Para hacer frente a esta tristeza diaria era necesario permanecer creativo, la creatividad era una especie de instinto de supervivencia. Todo el mundo era un artista tratando de no perder la cabeza”[7].
¿Y de dónde surge el significante “cocodrilo”?
“Cuando era niño -relata Noir- aproximadamente a los dos años, a menudo iba con mi abuela a jugar en uno de los lugares más famosos en el centro de Lyon […] siempre llevaba mi juguete preferido conmigo: un pequeño cocodrilo plástico […] yo jugaba con mi cocodrilo, corriendo detrás de las palomas, alrededor de la plaza, y el cocodrilo siempre conmigo. Cocodrilo era una palabra difícil de pronunciar para mí. Ya con cuatro años, iba con mis padres […] al zoológico […] había un cocodrilo en una jaula, no se movía, yo creía que era una especie de cocodrilo de plástico. Hasta que un domingo, un asistente del zoo entró en la jaula con un cubo de comida. De repente, el cocodrilo movió la cabeza 180°, con su boca abierta en dirección al hombre. La acción duró solo un breve momento, pero entendí que no era un juguete. Había estado muy impresionado y todavía lo recuerdo hoy. Sus ojos, sus dientes afilados y el poder de sus movimientos. Un animal que puede esperar el momento favorable para atrapar a su presa […] Parece que sonríe, pero nada más lejos de la realidad […] Los cocodrilos no pueden ser domesticados. Son asesinos. Esto se clarificó cuando empecé a pintar sobre el Muro de Berlín”[8].
Garabatear, pintar sobre este inmenso cocodrilo homicida como forma de tratar lo traumático, aún a costa del peligro que esto implicaba: “había que pintar con un ojo y vigilar a los guardias con el otro”, [9] dice Noir. Pero sin la pretensión de ocultar esa marca que deja el trauma, en tanto él sabe que allí reside un imposible: “una máquina de matar que se puede cubrir con cientos de kilos de colores, pero que sigue siendo horrible. Una máquina de matar que nadie puede embellecer”[10]. Cuando afirma que “mis imágenes tienen muchas alegorías y un sello un tanto enigmático […] son asimismo símbolos de un mundo poético y representan un modelo de amor…”, [11] ¿podemos leer algo de eso que hace suplencia, allí donde lo ominoso tiene su reino?
[1] Garzón, D. El Muro de Berlín. Final de una época histórica. Marcial Pons, Ediciones de Historia, S.A., Madrid, 2013, p.34.
[2] Ibid., p.55
[3] Ratier, F. “La guerra de España: el exilio”, El psicoanálisis a la hora de la guerra, Tres Haches Editorial, Buenos Aires, 2015, p.39.
[4] “Thierry Noir: El primero en pintar el muro de Berlín”, https://www.vitowilly.com/thierry-noir-y-vito-and-willy/
[5] Idem.
[6] Idem.
[7] Idem.
[8] Idem.
[9] Idem.
[10] Idem.
[11] Schulz, P. “Comencé a pintar el Muro para no volverme loco”, https://amp.dw.com/es/comenc%C3%A9-a-pintar-el-muro-para-no-volverme-loco/a-4536479
Imagen tomada de: https://berlinomagazine.com/2019-thierry-noir-il-primo-uomo-ad-avere-dipinto-il-muro-di-berlino-nel-1984-vi-spiego-perche-lo-feci/