Me adentro en el espacio con mi Sudoku en la mano, sabiendo únicamente que D. está allí. Veo a dos intervinientes más, sentadas junto a una pared, manipulando concentradas unos objetos que no alcanzo a distinguir. Las igualo, me ubico en una esquina, con mi Sudoku en la mano. Me pregunto por ese número preciso que pueda calzar en el espacio vacío; mientras observo este otro espacio que me rodea, con un vacío similar al de esas casillas del Sudoku que tengo en la mano. Un espacio que parece solo habitado por el silencio de las voces y el vibrar de la música clásica.
D. recorre las paredes insistentemente, no las abandona, va y viene surcando un inquebrantable ángulo recto. Dos puntos lo hacen volver sobre sus pasos: la esquina donde estoy, la puerta abierta. Intuyo que algo de su marco lo convoca: permanece por momentos pegado a él, o lo atraviesa, para luego retornar a su andar imparable por los bordes del recinto. De repente hace una pausa, parece extasiado por la música, cierra los ojos y sonríe.
Con mi Sudoku aún en la mano, decido moverme de lugar: me siento junto a unas mesas que, dispuestas en el centro, intentan dar forma a una circunferencia. Veo dos objetos en ellas, ¿son los mismos que comentaron, durante la Reunión de Equipo de anoche, que habían llamado la atención de D.? Y de nuevo la pregunta por el número preciso que pueda calzar en el espacio vacío, pero ya no con el Sudoku en mi mano. Busco ahora un número, o un par de ellos, que den lugar a un encuentro con D. Tomo mi mano, hago herramienta de ella: en uno de los objetos que está en las mesas, presiono 3 veces un botón, en el otro objeto, halo 2 veces una palanca. Repito la operación: 3 botón-2 palanca, 3 botón-2 palanca… Y repentinamente, algo hace presencia para D.: dirigiéndose a mí dice “mano”, y acto seguido, toma un lápiz azul, me lo entrega y se sienta a mi lado. Con la premura que me marca el momento, solicito a otra interviniente que me facilite una lámina de cartulina. Una de las manos hace de molde, la otra la contornea con el lápiz, se hacen dúctiles, se dejan trabajar por la voz de D. Seguirá así un circuito de esos de los que nos habla la bibliografía, pero que solo pueden conmocionarnos cuando somos parte de ellos. D. nombra, yo dibujo: sombrilla-maíz-lámpara-tomate-camisa-taza-guitarra-vela- “buyú”– ¿y qué es “buyú” ?, ¿cómo lo dibujo? – preguntas que dejé de lado cuando mi mano tomó la delantera para garabatear libremente, ¡y luego ser tomada por la mano de D., quien la guio por unos segundos en su loco movimiento! A continuación: reja-parque-ruta-este cuadrado-queso-botella-huevo-este carne-mesa-vaca – ¿con manchas?, le pregunto- sí, este puerta – ¿con timbre? – sí, cobija morada -a la vez que me entrega un lápiz de ese color, y yo decido, además de dibujarla, colorearla- sombrilla morada -esta vez es él quien toma el lápiz morado de mi mano y la rellena- y así seguimos, hasta que la cartulina dejó de ser un puro, blanco espacio vacío.
Este encuentro único con un sujeto autista ilumina el verso de Whitman que dice, lo cito: “… la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas” [1]. Máquinas que aquí no son otras que las discursivas.
[1] Whitman, Walt: Hojas de hierba. Poema Canto a mí mismo, #31.